Estimad@s, les comparto una columna que me publicaron en el Clinic del 1 de Junio en la que trato de abordar el debate sobre los orígenes del Frente Amplio y qué es lo que representamos en el escenario político chileno.
La pregunta que titula esta columna es clave para
poder comprender la hipótesis en que se asienta la conformación de una
alternativa política nueva en Chile, por fuera de los márgenes del
bicoalicionismo que ha regido los destinos de nuestro país (en matrimonio con
los poderes fácticos, en particular el empresariado) durante los últimos 30
años. El proceso de elaborar una respuesta debe apuntar a ampliar nuestra
convocatoria, pero por sobre todo a reflexionar al interior de nuestra propia
militancia sobre los contornos de nuestro esfuerzo, su sentido más allá de los
tiempos electorales, y su fuerza real para cambiar la realidad, algo que por
cierto no se refleja ni en encuestas ni en editoriales.
Lo primero a señalar es que una fuerza política no
surge por la mera voluntad de liderazgos que confluyen circunstancialmente en
un determinado momento histórico, sino más bien ésta se constituye por las
necesidades de sectores del pueblo (al menos en el caso de la izquierda) que no
encuentran expresión en las fuerzas políticas que existen en determinado
momento. Es el caso del Partido Radical en la segunda mitad del siglo XIX, el
Partido Comunista y sus antecedentes a comienzos del XX, y por cierto del
Partido Socialista en la década del ’30 (para una perspectiva histórica,
recomiendo la columna
del historiador Luis Thielemann, “Socialista, comunistas y clases populares en
Chile: 4 notas sobre un desanclaje social y una sobre el Frente Amplio”, publicada
en El Desconcierto). Es cierto que los liderazgos en
estos momentos fundacionales son importantes (como negar la importancia capital
de Recabarren o el influjo mítico de Grove), pero no son suficientes. Una
organización política sólo es tal si está anclada en luchas sociales reales, no
en columnas de opinión (por muy lúcidas que sean) o en buenos desempeños
comunicacionales (por mucho que deslumbren). Sino, corre el riesgo de
transformarse en un mero instrumento para un caudillo, o en efímeras siglas que
serán absorbidas por otras fuerzas, o vaciadas de sentido en el marco del
electoralismo que caracteriza estos tiempos. Estos son los riesgos a los que
también nos enfrentamos desde el Frente Amplio, y por ello es que resulta no
solo necesario sino que también urgente, cuestionarnos cuál es el sentido
profundo que justifica nuestra existencia como alternativa política.
Una de las características esenciales de la transición
chilena a la democracia fue la separación radical entre política y sociedad. Al
ser la gobernabilidad la primera prioridad, las fuerzas sociales que habían
sido fundamentales en la lucha contra la dictadura fueron subordinadas por las
elites dirigentes a este primer objetivo. Así la CUT, el movimiento estudiantil
(no hay que olvidar la desintegración de la FECh después de la presidencia del
actual presidente del PS Álvaro Elizalde), e incluso las organizaciones de
derechos humanos fueron relegados a un segundo orden, que o bien se resignaban
a los designios de los políticos profesionales, o eran desplazados hacia el
estigma de la marginalidad.
No fueron pocos los que optaron por la porfía, y pese
a los adjetivos que desde el poder les colocaron, mantuvieron en alto banderas
que hoy desde el Frente Amplio tomamos como posta. El Partido Comunista sin ir
más lejos, fue una de esas organizaciones que resistieron la vorágine
neoliberal, mientras otros antiguos compañeros de lucha se metían de lleno en
la tercera vía, administraban sus inversiones y poco a poco dejaban de pensar
en otro mundo posible para administrar el que la dictadura les había
legado.
Es justamente durante esa época en que a lo largo y
ancho de Chile comienza a germinar un malestar. No todos habían sido invitados
a la fiesta de la democracia, y los excluidos del evento comenzaban a
identificarse, a organizarse. Primero fueron los obreros del carbón, después
los estudiantes. Vinieron los subcontratados del cobre, y de nuevo los
estudiantes. Hasta el 2006, el partido del orden tuvo la capacidad de
desactivar cada una de estas movilizaciones y procesarlas en sus propios
códigos. Así la reconversión de los mineros de Lota a peluqueros, así la democratización
que no llegaba a las universidades. Así la ley de subcontratación con el
Tribunal Constitucional legislando en vez del parlamento, así la operación para
bajar las movilizaciones pingüinas que remecieron al primer gobierno de
Bachelet. Todos estos fueron años de gran aprendizaje para el movimiento
social, de rearticulación, organización y maduración. El 2011 la olla a presión
reventó y se hizo evidente la incapacidad del sistema político de dar salida a
todos los conflictos que salían a la luz después de años de gestación. Primero
fue Magallanes y el gas y lo siguió rápidamente Patagonia sin represas. El
movimiento estudiantil estalló en abril y tuvo todo el año en vilo al gobierno
de Piñera. Freirina, Aysén (como olvidar la consigna que nos hizo repensar
nuestra manera de relacionarnos: “Tu problema es mi problema”), Punta de
Choros, Quellón y el agua de Petorca (más bien la falta de ella), fueron
algunos de los conflictos regionales que evidenciaron que el modelo de
desarrollo que tan orgullosa tenía a la elite, hacía agua por todos lados. ¡Incluso
los enfermos marcharon! Ya este año, el movimiento No + AFP y su transversalidad
familiar vinieron a coronar el panorama. Si a todo esto le sumamos la altísima
abstención de las últimas elecciones, resulta imposible seguir haciéndose los
lesos: el sistema político cuajado a fines de los ‘80s no es capaz de
representar la diversidad del Chile de hoy, sus conflictos, esperanzas y
contradicciones.
Y es justamente en este momento cuando nace el Frente
Amplio, y no es casualidad. El Frente Amplio nace porque los movimientos
sociales desbordaron la política institucional y por la maduración de muchas
organizaciones que comprenden que los ciclos de movilizaciones de carácter
peticionista (“exigimos!”, “demandamos!”) no son suficientes para transformar
nuestra realidad, y menos si es que le estamos pidiendo que la transformen a
los mismos que la construyeron. En ese sentido, si bien el Frente Amplio no
puede arrogarse la representatividad de los movimientos sociales (en ellos
participa mucha gente que milita en otras fuerzas o bien que no se identifica
con ninguna en particular) y por ende debe respetar su autonomía, no podemos
caer en el error de crear un aparato escindido de los conflictos que nos
constituyen.
Uno de los principales desafíos de las organizaciones
que componen el Frente Amplio consiste en no convertir el tiempo electoral en un
fin en sí mismo, y dedicar parte importante de su energía al fortalecimiento de
los movimientos sociales que lo dotan de sentido, además de abrir nuevos campos
de avance social que vayan delineando a su vez una salida al neoliberalismo en
positivo y no ya solo desde la negación. He ahí nuestra prioridad y el
parámetro para evaluar nuestro desempeño. Si en el marco de la disputa
electoral y lo que venga después, contribuimos a la proyección y articulación
de los estudiantes endeudados, de los trabajadores precarizadas, de las mujeres
violentadas por el solo hecho de ser mujeres (en las infinitas dimensiones en
que se expresa la violencia de género), de los pobladores marginados, de los
territorios convertidos en zona de sacrificio, de nuestros pueblos originarios
con su propia cosmovisión, de las regiones subordinadas al centralismo, y por
sobre todo de las amplias franjas de la población chilena que viven día a día
la competencia desatada y la privatización de sus derechos en el neoliberalismo
criollo que hoy no están organizadas, habremos avanzado como fuerza política.
Si no, corremos el riesgo de convertirnos en una más de las ofertas electorales
de ocasión, que transitan sin pena ni gloria por la historia política
chilena.
Nuestro potencial de transformación radica en nuestro
pueblo. No podemos olvidarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario