A principios de año me pidieron desde el Instituto de Estudios de la Sociedad, que escribiera una reflexión sobre la reconciliación en Chile para el libro "La Voces de la Reconciliación" que acaba de ser lanzado esta semana. En el libro, editado por Ricardo Núñez (ex senador PS) y Hernán Larraín (Senador UDI), escriben diferentes personajes de la historia reciente de Chile. La mayoría de ellos jugó un rol protagónico en la larga transición a la democracia (Aylwin, Lagos, Frei, Piñera, Escalona, Sergio Romero, Zalaquett, Otonne), otros contribuyen con una mirada académica (Atria, Fries, Soto, Goic) y también, entre las que me cuento, están las nuevas voces (Colodoro, Ortúzar, Mansuy, Navarrete). Son solo algunos de los 37 artículos que compila este libro que nos invita a repensar el proceso de reconciliación en Chile, sus luces, sus callejones, sus pendientes.
Me pareció un ejercicio tremendamente estimulante e interesante, por lo que aquí, comparto mi reflexión con ustedes.
Bienvenidos sean todos los comentarios que nos ayuden a seguir dialogando sobre nuestra historia... presente y futura.
La reconciliación como legitimación del nuevo orden
Gabriel Boric[1]
Lo primero que sorprende a la hora
de abordar el concepto de reconciliación en Chile es que la inmensa mayoría de
la literatura existente al respecto limita su análisis a las violaciones a los
derechos humanos cometidos por la dictadura cívico militar en nuestro país
entre 1973 y 1990. Y no es solo la literatura. También las políticas públicas estatales
dirigidas a alcanzar la reconciliación se han centrado en este aspecto como si
fuera el único a abordar para que una eventual reconciliación nacional fuera
posible.
Se ha olvidado así, como señalan Loveman y Lira, que “los mayores
obstáculos a la reconciliación política derivan de la persistencia de los
problemas que originaron el conflicto”.[2] Bien
cabe preguntarse entonces, a la hora de reflexionar sobre si Chile es o no un
país reconciliado, sobre esos problemas originarios que, al no ser resueltos,
terminaron en el terror.
Hace muchos años, en el prólogo de su libro de 1962, Chile, un caso de desarrollo frustrado, Aníbal Pinto Santa Cruz
advertía, desde una óptica académica, los peligros que entrañaba la expansión
de la economía nacional sin una subsecuente distribución de los mayores
ingresos por ésta producida. Anotaba el autor que “el desequilibrio tendrá que
romperse o con una ampliación substancial de la capacidad productiva y un
progreso en la distribución del producto social o por un ataque franco contra
las condiciones de vida democrática que, en esencia, son incompatibles con una
economía estagnada”.[3]
Me detengo en este punto porque mi impresión es que, en las reflexiones
que los actores de aquella época han hecho del período, se evita ligar las
causas que llevaron al golpe de Estado del 11 de Septiembre de 1973 con lo que
vino después. Es decir, unas serían las causas de la derrota del proyecto
popular encabezado por Salvador Allende, y otras serían las causas de la
violencia de Estado desatada en Chile a partir de su caída.
La tesis que quiero defender en este artículo es que no hay
reconciliación posible si es que no se abordan las causas que explican la
asunción y caída del gobierno de la Unidad Popular y, por lo tanto, un proceso
de reconciliación debe ser más abarcador que limitarse estrictamente a las
violaciones a los derechos humanos cometidas por el Estado chileno entre 1973 y
1990. En este sentido, me interesa plantear lo que viene de modo que sirva
también para un análisis crítico de nuestro presente, y no solo como un alegato
nostálgico sobre lo que se hizo y no se pudo (o quiso) hacer durante el largo
proceso de transición chileno hacia la democracia.
Los no reconciliados
Durante los últimos 23 años en
Chile se ha hablado mucho de reconciliación. Y muchas veces se ha hecho de
manera impetuosa, como si ésta fuera una suerte de deber moral al que hay que
llegar, sin importar mucho los costos ni reflexionar mucho el por qué. Lo que
desde mi punto de vista se esconde detrás de este imperativo es una necesidad
de las elites de legitimar el nuevo orden construido después de 17 años de
dictadura, en donde son los vencedores quienes imponen los términos de la nueva
“pax”. Por cierto, quienes deciden no formar parte de este proceso son
inmediatamente calificados como “resentidos”, se vuelven outsiders y son marginados de la política que se despliega sobre
los nuevos consensos y acuerdos.
La enorme tarea de la reconciliación traía intrínsecamente consigo la
necesidad de aceptar el nuevo Chile que emergía desde las fauces de la
dictadura. Ya lo explicaba uno de los ideólogos de la Concertación en sus
primeros tiempos, Edgardo Boeninger, cuando, respecto a la necesidad de legitimar
el nuevo modelo, señalaba: “desde el punto de vista del imperativo económico se
trataba de dar legitimidad política y social a un modelo de crecimiento que
acarreaba con el pecado original de haber sido implantado por la repudiada
dictadura. El sentimiento popular era que todo lo obrado por Pinochet era malo,
de modo que el mandato recibido del electorado era fundamentalmente uno de
cambio. La adhesión y confianza popular en su gobierno democrático dio
sustentación a esta difícil tarea; la componente de equidad fue el elemento
diferenciador crucial que permitió realizar con éxito la “operación
legitimadora” de la economía de mercado con preponderancia del sector privado”.[4]
De esta manera, se fue consolidando en Chile la obra gruesa de lo que
había sido la principal transformación llevada adelante por la dictadura: la
creación de un Estado subsidiario, que solo podía ser el guardián del libre
juego de los agentes en el mercado. El guión de esta obra magna, que fue
escrito en las oficinas del ODEPLAN de Miguel Kast, trajo consigo además la
negación de derechos sociales universales, en pos de una política de
focalización del gasto público con excusa de la eficiencia.
En este contexto, la reconciliación fue utilizada como una suerte de
moneda de cambio. Para reconciliarse hacía falta estar de acuerdo también con
el modelo político, económico y social heredado de la dictadura y que hoy
administraba la Concertación. Los tiempos exigían, desde la óptica de quienes
habitaban la Moneda, una unidad compacta que asegurara a toda costa la
gobernabilidad. Es así como en este proceso, quienes no aceptaran el paquete
completo, quedaban relegados a la más absoluta marginalidad política. Este fue el
caso de todos los sectores de izquierda que decidieron no formar parte de este
nuevo pacto.
Se va formando así un “consenso excluyente”, que tenía en el desarme del
tejido social uno de sus pilares fundamentales. Como argumenta Carlos Ruiz
Encina, “mantener la
desarticulación social heredada de la dictadura –producto de la represión, así
como de los cambios estructurales– es el secreto de la celebrada
“gobernabilidad democrática”. Esa se constituye en la base del orden en la
nueva democracia, empero al mismo tiempo, del desprestigio de la política”.[5]
Paralelo al proceso
de desarticulación social (pérdida de poder de los sindicatos, cierre de medios
independientes por falta de financiamiento, criminalización de la protesta
social como legítima expresión política, marginación de aquellos grupos ajenos
al pacto de gobernabilidad, etc…), se va instalando en Chile la idea de que
para reconciliarnos como país, bastaba con reconocer primero y eventualmente
castigar después, los excesos en los que había caído la dictadura en materia de
derechos humanos. Así, la dictadura había sido “mala” porque había torturado,
desaparecido, exiliado y exonerado a miles de compatriotas, pero no porque haya
llevado adelante un profundo proceso de expropiación de derechos sociales para
entregarlos a los vaivenes de un mercado desregulado en el cual el Estado solo
podía jugar el rol de un árbitro de ojos vendados.
En definitiva, lo
que se esconde detrás del consenso de la transición es que la reconciliación
pretendió reducirse solo a un debate sobre las violaciones a los derechos
humanos. Pero lo cierto es que violar los derechos humanos fue una política de
Estado (categóricamente inaceptable) que se utilizó en un proceso de
transformación más profundo, que consistió en excluir de la participación de la
riqueza a las grandes mayorías de nuestro país. Así, se pretende reconciliar
sólo abordando los excesos y crímenes del poder, pero dejando intacta su
esencia.
Por cierto, todo lo
anterior vino aparejado de una democratización formal de la vida en sociedad.
Se fueron recuperando poco a poco los derechos políticos que habían sido
negados durante 17 años. Libertad de expresión, de prensa, de asociación y de
reunión, votaciones regulares y una serie de reformas a la Constitución de
1980, fueron por una parte conquistas reales de derechos largamente reprimidos,
y por otra, maquillaje para encubrir la esencia de una democracia protegida y
antipopular que desconfiaba de sus mismos ciudadanos.
Así, fuimos
construyendo sin darnos cuentas un Chile disociado. Un país que crece pero que
cada día está más dividido, un país en donde disminuye la pobreza pero aumenta
la desigualdad. Un país donde, en definitiva, parafraseando la famosa frase de
Orwell, unos parecieran ser más iguales que otros.
Con lo anterior no
pretendo en absoluto negar ni desmerecer los esfuerzos que se han hecho en
materia de derechos humanos, los que si bien han sido insuficientes a la hora
de identificar responsables y aliviar el dolor de los afectados, han generado
un consenso transversal en que las atrocidades vividas en Chile durante los 17
años de dictadura en esta materia no pueden volver a repetirse (el “nunca más”).
Lo que sostengo es que, para que sea posible una reconciliación sustantiva del
pueblo chileno, se requiere mucho más de lo que se ha hecho, y mucho más de lo
que se ha intentado hacer. Para que exista una reconciliación integral (o
conciliación, si se estima que ésta nunca ha existido realmente), es necesario
que todos nos comprendamos como iguales, como sujetos que tienen los mismos
derechos sin importar el apellido, ni el domicilio. Y hoy, seguimos muy lejos
de ese ideal.
Lo que demuestra
realmente la desigualdad en nuestro país es una tremenda brecha en la
distribución del poder en Chile. Ese mismo poder que fue usurpado el 11 de
septiembre de 1973 de la soberanía popular (con todos los defectos que tenía la
democracia en ese entonces –no pretendo idealizarla–) y que fue traspasado a
las elites, con exclusión del pueblo, el 11 de Marzo de 1990.
Para todo lo
anterior, y enmarcado en el contexto de la discusión sobre la reconciliación, es
necesario comprender el carácter político del problema, y no reducirlo a un
conflicto privado entre víctima y victimario. Como dice Fernando Atria “la existencia de poder, la existencia de lo
político, entonces, es condición para llevar una vida propiamente humana. La
reconciliación supone re-descubrir el valor de lo político. Esto es
particularmente importante hoy, cuando lo político cada vez más se concibe como
un espacio de gerencia, de pura racionalidad de medios (‘solución de problemas’).
Lo político a la luz de la reconciliación es lo que nos permite relacionarnos
unos con otros como humanos, y de ese modo nos permite vivir como humanos, nos hace
humanos”.[6]
Quien dijo que todo está perdido…
Los sucesos de los
últimos años nos han demostrado que, pese a todo, el panorama no es tan
sombrío. Poco a poco emerge una nueva generación libre de las amarras de la
transición, que es capaz de revelarse sin culpa frente a lo que se presenta
como el único orden posible. Si hasta hace poco la discusión política giraba en
torno a quién podía gestionar mejor tal o cual aspecto del modelo, después de
las movilizaciones estudiantiles del 2006 y 2011, nuevos temas han
aparecido en la palestra, y la política vuelve a entenderse como un espacio de
disputa de poder en función de un proyecto que persiga el bien común, donde lo
que se discuten son ideas y visiones de mundo diversas, y no solo capacidades
gerenciales para solucionar “los verdaderos problemas de la gente”. En
definitiva, después de mucho tiempo, se han vuelto a poner en debate no solo
los excesos del modelo, sino también su esencia.
Para que esto sea
posible han debido pasar muchas cosas. En primer lugar, quienes nos sentimos de
izquierda hemos enfrentado el difícil proceso de despercudirnos de la carga de
derrota con que la izquierda tradicional, quizás inconscientemente, empapó su
actuar durante las dos décadas pasadas. Pero para que lo anterior se consolide
y no se desvanezca en el aire, todavía falta mucho camino por recorrer. Como advertía
Antonio Gramsci “… el viejo
mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los
monstruos”.
Son esos monstruos contra los
que combatimos hoy, los que nacen del claroscuro para tratar de dar apariencias
de cambio, pero que abogan por mantener el antiguo orden. La tarea no es fácil
pues exige un cambio de mentalidad del que resulta sumamente difícil ser conscientes.
Afortunadamente, esta nueva generación pareciera no tener los miedos del
pasado, lo que no implica que no tenga memoria. Una potente
combinación para apostar por una verdadera reconciliación.
Hacia allá vamos.
[1]
Estudiante de Derecho de la Universidad de Chile. Consejero FECh por Derecho
2007-2008. Presidente Centro de Estudiantes de Derecho 2008-2009. Senador
estudiantil Universidad de Chile 2010-2012. Presidente FECh 2012. Es director
de la Fundación Nodo XXI.
[2]
Loveman, Brian; Lira, Elizabeth: Las
suaves cenizas del olvido. Santiago: LOM, 1999.
[3]
Pinto Santa Cruz, Aníbal: Chile, un caso
de desarrollo frustrado. Santiago: Editorial Universitaria, 1959.
[4]
Boeringer, Edgardo, Democracia en Chile,
Lecciones para la gobernabilidad, Santiago: Editorial Andrés Bello, 2007,
p. 463. Citado por Ricardo Camargo en “Del Crecimiento con Equidad al Sistema
de Protección Social: La Matriz Ideológica del Chile Actual".
[5]
Ruiz Encina, Carlos: “Impunidad: la otra cara del consenso entre las élites”.
Revista Política y Utopía, Corporación Representa (2009).
[6] Atria, Fernando. “Reconciliation and reconstitution” en Scott Veitch
(editor), Law and the politics of
reconciliation. Ashgate, Aldershot.
2007.
4 comentarios:
Confío en que " los monstruos emregentes" logren los cambios necesarios para alcanzar la tan ansiada "reconciliación" ¿ alcanzaré a vivirla ?
Estoy de acuerdo en que, tal cual cual dices: "(...)un proceso de reconciliación debe ser más abarcador que limitarse estrictamente a las violaciones a los derechos humanos cometidas por el Estado chileno entre 1973 y 1990." Me parece un punto clave respecto de nuestra concepción cultural chilena que repite su lógica de situar los problemas y las eventuales soluciones fuera de donde tienen que estar. Claro está que es una "empresa" difícil, en cualquier sociedad, pero quizás, es ahí, en el análisis sincero y real del problema, en su análisis por capa, en sus "entrever" y sus implicancias constantes en que se logrará, o nos lograremos acercar a la tan anhelada reconciliación. Ese ejercicio cultural, es algo que por supuesto cabe reforzarlo de forma sistemática en la escuela. No digamos tampoco que es la única vía, pero pienso, que mientras no se "saque el tapon", el agua, aunque se mueva, seguirá estancada.
Gracias por tus palabras, excelente reflexión.
la reconciliación en Chile es imposible, hay demasiado odio en muchos sectores de la sociedad Chilena, esos grupos no perdonaran nunca el grave conflicto político de la década del 60 y 70.
.......para la gran mayoria de los chilenos, la reconciliación era asociada a los derechos humano....pero como tu articulo lo demuestra...........lo que perdio el pueblo y sus ciudadanos, no ha sido restituido.........las causas son diversas, y estan claramente especificadas en este blog........Felicitaciones por este aporte, a la cultura civica del pais........
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